Los habitantes de Évora
-un pueblecito en Portugal-
despertaron aquel día
-ancianos embutidos
en sus boinas,
muchachos que se
dirigían a sus escuelas-
con una visita
inesperada
y esta vez no era un
político importante
o un actor
distinguido
quien visitaba esta
ciudad de provincias
-no, el extraño
visitante
colgaba en el cielo
como Sirio en una
noche de verano
o la estrella más
brillante
que podáis
imaginar-
el temor mezclado
con la esperanza
-el día definitivo,
la alianza al fin
sellada-
las ancianas
abandonaron
sus hilares
y se postraron ante
el ídolo
con el corazón
abierto
en vainas.
Casi antes del
mediodía
se pudo poner nombre
a ese salvador
con cuerpo de astro
firme
y orgulloso.
En el noticiario
-y entre los más
sabios-
lo llamarían más
tarde
globo aerostático.
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