Cerró
la puerta con fuerza, arrojó las llaves donde pudo y fue directo al
minibar. El objetivo era sencillo: emborracharse cuanto antes. Pero
había un obstáculo para lograrlo con rapidez y con estilo: se había
convertido en un manojo de nervios. Tomó el desconchador y lo clavó
con violencia en el corcho. Cuando comenzó a girarlo, se dio cuenta
de que la botella le iba a dar problemas; en efecto, ésta no sería
tan sencilla de abrir como aquellas botellas malas que solía
acompañar con la comida. Lo intentó un par de veces, pero la
paciencia no era su fuerte. Para hacerlo todo más rápido, intentó
sacar el corcho a tirones, con el resultado previsto: la otra mitad
quedó enfangada en el cuello de la botella. Se lamentó, y aunque
durante un segundo pasó por su mente la idea de comprar cerveza, lo
intentaría una vez más con el vino. La idea ahora era hundir lo que
quedaba del corcho, lograr que flotase en la espuma empujándolo
hasta dejarlo caer por el cuello. Pero no era fácil. Entonces
sucedió lo inesperado: al presionarlo, un chorro de vino escapó a
través de la boca e inundó parte de la cocina y de sus propias
manos. Volvió a hacerlo, casi inconscientemente, como quien sabe que
va a cometer un error- pues a veces el error tiene tanta fuerza como
la gravedad: nos lleva a su lecho una y otra vez-. En esta ocasión
el chorro alcanzó su jersey y también un paño de cocina. 'Es como
si fuera sangre'- pensó- y se dio cuenta de que cada vez que
pinchaba en el corcho pensaba en un cuerpo, en un cuerpo en el que la
presión de cada parte hiciera saltar un chorro de sangre. Finalmente
logró llenar una copa, pero había tantos pedazos de corcho flotando
que tuvo que tirarla. Dudó una vez más y pensó otra vez acerca de
la cerveza. Llenó otra copa y en esta ya no se produjeron restos de
corcho, aunque el bote principal ya flotaba en el fluido negro. -'Qué
oscuro es el vino'- pensó, y se arrojó al sofá, encendió la
televisión y absorbió aquel líquido amargo y caliente, que le
produjo un escalofrío. Iba a ser una noche larga.
Mientras
balanceaba la copa, su mente comenzó a divagar. El viento aullaba en
el exterior y favorecía el pensamiento hipnótico, las imágenes
fantásticas y el sueño, pero algo en su interior se resistía a la
fuerza de la imaginación e insistía en devolverle su imagen, la
imagen de un pobre hombre de treinta y tantos años sin meta en la
vida, exiliado en una aldea perdida del país y cuya única tarea
útil era vigilar cada cierto tiempo un rancho y un establo propiedad
de un anciano rico y jubilado. Esta era la descripción oficial. En
el paisaje de su mente todo era muy distinto, y el trabajo ocupaba la
menor parte del tiempo. La mayor parte de las veces era víctima de
sueños súbitos, y se levantaba en el lecho de un bosque o en la
barra de un bar desorientado, aunque de hecho
hubiera bebido poco alcohol. Estas experiencias comenzaron a
suavizarse con la entrada del otoño, y ya llevaba algunas semanas
sin padecerlas, algo que él evidentemente agradecía. Pero no por
ello el resumen de su vida había mejorado en absoluto. Seguía
siendo un inútil- a sus propios ojos, desde luego: el caso del
corcho en el vino era la mejor prueba- y tampoco ésto parecía haber
sido refutado por la gente que lo trataba. Lo peor en todo caso de
nuestros fracasos es que nadie los refute, en último término, que
nadie los niegue- y es que muchas veces lo único que
esperamos es que los otros desmientan las espantosas percepciones que
podamos tener sobre nosotros mismos; cuando esto no sucede,
sobreviene el caos y la oscuridad. De este modo había pasado W.W.
Wachternight, más conocido como 'Flaco', los últimos meses de su
extraña existencia: primero a causa de la huida de su novia, que lo
dejó en un estado traumático durante semanas, y después por haber
fracasado como escritor y editor en todas las ciudades en que había
intentado labrarse una fama. En plena crisis económica, le había
surgido un puesto de guardador de fincas, y he aquí que, en un
pueblo perdido del centro de los Estados Unidos, Flaco había
construido su pequeña vida miserable, como una araña extiende su
tela en la esquina sucia más imprevisible.
Hay muchas clases distintas de embriaguez. Las hay hipnóticas, reveladoras, pesadas, aburridas o indigestas, las hay alucinógenas, taumatúrgicas, las hay delirantes y las hay provechosas. La que buscaba Flaco habitualmente era esa que provee momentáneamente de una lucidez ausente por lo general de la reflexión consciente; no se trataba del sueño baudelariano y de la huida al paraíso de lo onírico, sino de aquello que precisamente define la experiencia de la vigilia pero que para seres como Flaco estaba vedado por principio: el juicio lúcido, la serenidad del espíritu. Paradójicamente, lo que buscaba Flaco cuando quería emborracharse no era la huida de la realidad, sino el ingreso en la misma; en sus estados de lucidez habituamente estaba ausente, perdido en sueños improductivos; era en contacto con el alcohol cuando por fin podía ver algo, como los murciélagos en la oscuridad. Esta vez, no sentía nada parecido, sino más bien lo que es corriente en las borracheras: una especie de estupor y de euforia, un agudo sentimiento de descontrol. De súbito se levantó y fue a pasear: antes de salir se pegó con el brazo en el quicio de la puerta, maldiciendo su suerte. Entonces golpeó con el otro brazo la puerta, pero volvió a dañarse, y esta vez maldijo con más ímpetu. Pero no era el único espectador de esta escena: enfrente, el viejo Marollai, un antiguo teniente jubilado y su único vecino en la ronda, le miraba perplejo. '¿Se encuentra usted bien, joven?'-dijo el viejo-. 'Sí, no se preocupe, gracias', contestó de forma fría Flaco, como si no fuera con él. Entonces se marchó de allí a paso cada vez más rápido.
Hay muchas clases distintas de embriaguez. Las hay hipnóticas, reveladoras, pesadas, aburridas o indigestas, las hay alucinógenas, taumatúrgicas, las hay delirantes y las hay provechosas. La que buscaba Flaco habitualmente era esa que provee momentáneamente de una lucidez ausente por lo general de la reflexión consciente; no se trataba del sueño baudelariano y de la huida al paraíso de lo onírico, sino de aquello que precisamente define la experiencia de la vigilia pero que para seres como Flaco estaba vedado por principio: el juicio lúcido, la serenidad del espíritu. Paradójicamente, lo que buscaba Flaco cuando quería emborracharse no era la huida de la realidad, sino el ingreso en la misma; en sus estados de lucidez habituamente estaba ausente, perdido en sueños improductivos; era en contacto con el alcohol cuando por fin podía ver algo, como los murciélagos en la oscuridad. Esta vez, no sentía nada parecido, sino más bien lo que es corriente en las borracheras: una especie de estupor y de euforia, un agudo sentimiento de descontrol. De súbito se levantó y fue a pasear: antes de salir se pegó con el brazo en el quicio de la puerta, maldiciendo su suerte. Entonces golpeó con el otro brazo la puerta, pero volvió a dañarse, y esta vez maldijo con más ímpetu. Pero no era el único espectador de esta escena: enfrente, el viejo Marollai, un antiguo teniente jubilado y su único vecino en la ronda, le miraba perplejo. '¿Se encuentra usted bien, joven?'-dijo el viejo-. 'Sí, no se preocupe, gracias', contestó de forma fría Flaco, como si no fuera con él. Entonces se marchó de allí a paso cada vez más rápido.
Aunque
no le gustaba hablar con los vecinos, hacía una excepción con
Marollai. Era su único vecino en un par de millas, y reconocía ante
sí mismo la necesidad de tenerlo cerca en las noches de tormenta.
Marollai tenía dos casas; la mayor parte de las veces dormía en una
que tenía en un poblado cercano, pero en ocasiones se quedaba a
dormir en la que tenía enfrente de la casa de Flaco. En su interior,
cuando ésto lo hacía, Flaco se alegraba para sí mismo; nada odiaba
más que tener que dormir tan lejos de la civilización, tan solo.
Por la misma razón, cuando Marollai decidía dormir en su casa de
Freeheut, Flaco lo maldecía. En esas ocasiones, no le quedaba más
remedio que acudir a la botella de vino como amigo y consuelo.
En
general, Flaco odiaba todo lo que rodeaba su vida. Odiaba la
soledad de ese pueblo, sus gentes apáticas y acomodadas, que pasaban
su vida pegados a la barra de un bar bebiendo litros y litros de
cerveza; odiaba a los cazadores, que parecían gozar de matar a
pobres animales indefensos; odiaba a los jóvenes paletos que
trataban continuamente de hacer valer su hombría; pero, por encima
de todo, odiaba a las viejas que cuchicheaban en las esquinas, que
hablaban de él, que lo juzgaban. Esto era tan obvio como que él se
enteró de muchas cosas de su propia vida gracias a los
chismes de las viejas, lo que no es tan paradójico como parece para
quien tiene la experiencia de vivir en un pueblucho aislado. En el
fondo de su imaginación, Flaco soñaba con la idea de quemar el
pueblo entero con sus gentes incluidas, haciendo, quizás, la
excepción con Marollai. Pero el párroco de la aldea, la vieja que
vendía el pan, los viejos que maldecían la existencia desde la
barra de los bares, todos ellos merecían morir sin ninguna
duda, según los estándares morales de Flaco. Sin embargo, no se le
ocultaba que de todos modos algo los ligaba a ellos: precisamente esa
condición mísera del alma que también él encontraba en sí mismo.
De modo que finalmente, concluía, cada cosa está donde debe estar,
también yo junto a la ceniza de la que formo parte. Después de
concluir esto, cosa que hacía a menudo, tomaba una piedra y la
arrojaba al fondo de un río cercano. Luego volvía tras sus pasos,
meditabundo, depresivo, perdido.
Aquella
noche no iría a dormir Marollai en su casa de Negro; le tocaría
dormir solo, sobresaltado cada vez que escuchara algún ruido. No
habría suficiente vino en el mundo que le diera el sosiego que
buscaba; pero quizá ese sosiego era una utopía. Llenó una segunda
copa, ya de vuelta del breve paseo a lo largo del río. Siempre
llevaba unos prismáticos consigo: así podía otear la vieja bodega
y el establo de Thomas Wheel desde la ribera del río, ver si todo
estaba en orden, y no tener que atravesar el lecho para ir a
comprobarlo por sí mismo. Esto solo lo podía hacer las noches de verano;
en invierno, debía pasar al menos tres noches a la semana en el
rancho de Wheel. En verano, Thomas Wheel hacía la vista gorda y
pasaba casi todos los días en Freeheut o en el norte, a muchos
kilómetros. Ello le daba la oportunidad a Flaco de no ser riguroso
en su trabajo. Pero en invierno era distinto. Debía cumplir con sus
turnos, pues Wheel podía presentarse de improviso en el rancho y
entonces comprobar si Flaco hacía su trabajo. Cuando en verano Flaco
olvidaba los prismáticos y se veía obligado a ir hasta el rancho
Wheel, se maldecía no poco. De día no había problema: incluso se
encontraba de paso a muchos cazadores furtivos o a labradores que
cruzaban el lecho del río para ir a sus tierras. Pero de noche la
cosa cambiaba tanto que parecería no ser el mismo lugar; tal es la
condición de ciertos paisajes solitarios, que durante el día son
solaz para el jornalero pero que durante la noche son el hogar de
bestias peligrosas. En aquella ocasión no había olvidado los
prismáticos: echó un vistazo y todo estaba en orden, así que
regresó tranquilamente a la cabaña, sin prisa. Cuando vio que la
camioneta de Marollai tampoco dormiría esa noche allí, se dirigió
diligentemente a la cocina para llenar su copa. En una hora, ya la
había rellenado tres o cuatro veces, y una cierta euforia colonizó
su cabeza.
Decidió
salir a la calle y comenzar a aullar. No había nadie alrededor, y él
tampoco quería llamar la atención, pero el vino había puesto en
marcha el fogón de sus más íntimos demonios. '¡Sí, vosotros,
pedazo de mierdas! Sí, la cacería...de mis-..genitales! ¡La
cacería de mis genitales es una muy buena cacería! ¿Dónde
está el cura? ¿Dónde están los lobos? ¡Venid a mí, cabrones, sé
que os ocultáis en la maleza! ¡No os tengo miedo! ¡Jajaja, los
lobos a mí! ¡Maldita sea!' De pronto, Flaco recordó que tenía la
escopeta colgada en un cuartucho colindante a la cocina, donde
guardaba algunas herramientas de trabajo. Un fuego malévolo se
encendió en su estómago. Se dirigió sin falta a la cocina y tomó
la escopeta. En efecto, una especie de animal vibraba en la
oscuridad, un poco más lejos, en los lindes del bosque. Mientras
caminaba hacia él, cargaba el rifle. Pudo ver unos ojos brillantes
en la espesura. Sintió que su piel se erizaba. Nunca había
disparado a un animal, pero en este momento se encontraba
eufórico, descontrolado. '¡¿Eres tú, verdad, Lenny? ¿Eres el
cura que no me deja dormir con el ruido de las campanadas, verdad?
¡TOMA UN POCO DE TU EVANGELIO!' Los disparos sonaron en el aire, en
el vacío, sin tocar la carne del animal. Pero rebotaron con
severidad en sus oídos, y ese rebote le otorgó también la
conciencia de las dimensiones que poseía la locura que estaba
cometiendo. '¿Qué...cojones hago?- pensó-. Retornó sobre
sus pasos velozmente, y casi sin darse cuenta, ya estaba en el
trastero colocando la escopeta en su sitio. Aún olía a pólvora.
Bajó la persiana a la mitad y esperó a ver si alguien se había percatado
de la juerga. Pero la noche era más negra que el vino que
había bebido. El silencio se extendía hasta más allá de su
corazón, tocaba sus huesos fríos, sus manos sudorosas y ansiosas.
Nada había allí que pudiera haber sido testigo de su locura, de su
extravío. Más calmado, encendió la televisión y poco a poco cerró
los ojos, hasta quedarse dormido.