martes, 25 de noviembre de 2014

(Turno de noche). Fragmento del primer capítulo.


Cerró la puerta con fuerza, arrojó las llaves donde pudo y fue directo al minibar. El objetivo era sencillo: emborracharse cuanto antes. Pero había un obstáculo para lograrlo con rapidez y con estilo: se había convertido en un manojo de nervios. Tomó el desconchador y lo clavó con violencia en el corcho. Cuando comenzó a girarlo, se dio cuenta de que la botella le iba a dar problemas; en efecto, ésta no sería tan sencilla de abrir como aquellas botellas malas que solía acompañar con la comida. Lo intentó un par de veces, pero la paciencia no era su fuerte. Para hacerlo todo más rápido, intentó sacar el corcho a tirones, con el resultado previsto: la otra mitad quedó enfangada en el cuello de la botella. Se lamentó, y aunque durante un segundo pasó por su mente la idea de comprar cerveza, lo intentaría una vez más con el vino. La idea ahora era hundir lo que quedaba del corcho, lograr que flotase en la espuma empujándolo hasta dejarlo caer por el cuello. Pero no era fácil. Entonces sucedió lo inesperado: al presionarlo, un chorro de vino escapó a través de la boca e inundó parte de la cocina y de sus propias manos. Volvió a hacerlo, casi inconscientemente, como quien sabe que va a cometer un error- pues a veces el error tiene tanta fuerza como la gravedad: nos lleva a su lecho una y otra vez-. En esta ocasión el chorro alcanzó su jersey y también un paño de cocina. 'Es como si fuera sangre'- pensó- y se dio cuenta de que cada vez que pinchaba en el corcho pensaba en un cuerpo, en un cuerpo en el que la presión de cada parte hiciera saltar un chorro de sangre. Finalmente logró llenar una copa, pero había tantos pedazos de corcho flotando que tuvo que tirarla. Dudó una vez más y pensó otra vez acerca de la cerveza. Llenó otra copa y en esta ya no se produjeron restos de corcho, aunque el bote principal ya flotaba en el fluido negro. -'Qué oscuro es el vino'- pensó, y se arrojó al sofá, encendió la televisión y absorbió aquel líquido amargo y caliente, que le produjo un escalofrío. Iba a ser una noche larga.

Mientras balanceaba la copa, su mente comenzó a divagar. El viento aullaba en el exterior y favorecía el pensamiento hipnótico, las imágenes fantásticas y el sueño, pero algo en su interior se resistía a la fuerza de la imaginación e insistía en devolverle su imagen, la imagen de un pobre hombre de treinta y tantos años sin meta en la vida, exiliado en una aldea perdida del país y cuya única tarea útil era vigilar cada cierto tiempo un rancho y un establo propiedad de un anciano rico y jubilado. Esta era la descripción oficial. En el paisaje de su mente todo era muy distinto, y el trabajo ocupaba la menor parte del tiempo. La mayor parte de las veces era víctima de sueños súbitos, y se levantaba en el lecho de un bosque o en la barra de un bar desorientado, aunque de hecho hubiera bebido poco alcohol. Estas experiencias comenzaron a suavizarse con la entrada del otoño, y ya llevaba algunas semanas sin padecerlas, algo que él evidentemente agradecía. Pero no por ello el resumen de su vida había mejorado en absoluto. Seguía siendo un inútil- a sus propios ojos, desde luego: el caso del corcho en el vino era la mejor prueba- y tampoco ésto parecía haber sido refutado por la gente que lo trataba. Lo peor en todo caso de nuestros fracasos es que nadie los refute, en último término, que nadie los niegue- y es que muchas veces lo único que esperamos es que los otros desmientan las espantosas percepciones que podamos tener sobre nosotros mismos; cuando esto no sucede, sobreviene el caos y la oscuridad. De este modo había pasado W.W. Wachternight, más conocido como 'Flaco', los últimos meses de su extraña existencia: primero a causa de la huida de su novia, que lo dejó en un estado traumático durante semanas, y después por haber fracasado como escritor y editor en todas las ciudades en que había intentado labrarse una fama. En plena crisis económica, le había surgido un puesto de guardador de fincas, y he aquí que, en un pueblo perdido del centro de los Estados Unidos, Flaco había construido su pequeña vida miserable, como una araña extiende su tela en la esquina sucia más imprevisible.

Hay muchas clases distintas de embriaguez. Las hay hipnóticas, reveladoras, pesadas, aburridas o indigestas, las hay alucinógenas, taumatúrgicas, las hay delirantes y las hay provechosas. La que buscaba Flaco habitualmente era esa que provee momentáneamente de una lucidez ausente por lo general de la reflexión consciente; no se trataba del sueño baudelariano y de la huida al paraíso de lo onírico, sino de aquello que precisamente define la experiencia de la vigilia pero que para seres como Flaco estaba vedado por principio: el juicio lúcido, la serenidad del espíritu. Paradójicamente, lo que buscaba Flaco cuando quería emborracharse no era la huida de la realidad, sino el ingreso en la misma; en sus estados de lucidez habituamente estaba ausente, perdido en sueños improductivos; era en contacto con el alcohol cuando por fin podía ver algo, como los murciélagos en la oscuridad. Esta vez, no sentía nada parecido, sino más bien lo que es corriente en las borracheras: una especie de estupor y de euforia, un agudo sentimiento de descontrol. De súbito se levantó y fue a pasear: antes de salir se pegó con el brazo en el quicio de la puerta, maldiciendo su suerte. Entonces golpeó con el otro brazo la puerta, pero volvió a dañarse, y esta vez maldijo con más ímpetu. Pero no era el único espectador de esta escena: enfrente, el viejo Marollai, un antiguo teniente jubilado y su único vecino en la ronda, le miraba perplejo. '¿Se encuentra usted bien, joven?'-dijo el viejo-. 'Sí, no se preocupe, gracias', contestó de forma fría Flaco, como si no fuera con él. Entonces se marchó de allí a paso cada vez más rápido.

Aunque no le gustaba hablar con los vecinos, hacía una excepción con Marollai. Era su único vecino en un par de millas, y reconocía ante sí mismo la necesidad de tenerlo cerca en las noches de tormenta. Marollai tenía dos casas; la mayor parte de las veces dormía en una que tenía en un poblado cercano, pero en ocasiones se quedaba a dormir en la que tenía enfrente de la casa de Flaco. En su interior, cuando ésto lo hacía, Flaco se alegraba para sí mismo; nada odiaba más que tener que dormir tan lejos de la civilización, tan solo. Por la misma razón, cuando Marollai decidía dormir en su casa de Freeheut, Flaco lo maldecía. En esas ocasiones, no le quedaba más remedio que acudir a la botella de vino como amigo y consuelo.

En general, Flaco odiaba todo lo que rodeaba su vida. Odiaba la soledad de ese pueblo, sus gentes apáticas y acomodadas, que pasaban su vida pegados a la barra de un bar bebiendo litros y litros de cerveza; odiaba a los cazadores, que parecían gozar de matar a pobres animales indefensos; odiaba a los jóvenes paletos que trataban continuamente de hacer valer su hombría; pero, por encima de todo, odiaba a las viejas que cuchicheaban en las esquinas, que hablaban de él, que lo juzgaban. Esto era tan obvio como que él se enteró de muchas cosas de su propia vida gracias a los chismes de las viejas, lo que no es tan paradójico como parece para quien tiene la experiencia de vivir en un pueblucho aislado. En el fondo de su imaginación, Flaco soñaba con la idea de quemar el pueblo entero con sus gentes incluidas, haciendo, quizás, la excepción con Marollai. Pero el párroco de la aldea, la vieja que vendía el pan, los viejos que maldecían la existencia desde la barra de los bares, todos ellos merecían morir sin ninguna duda, según los estándares morales de Flaco. Sin embargo, no se le ocultaba que de todos modos algo los ligaba a ellos: precisamente esa condición mísera del alma que también él encontraba en sí mismo. De modo que finalmente, concluía, cada cosa está donde debe estar, también yo junto a la ceniza de la que formo parte. Después de concluir esto, cosa que hacía a menudo, tomaba una piedra y la arrojaba al fondo de un río cercano. Luego volvía tras sus pasos, meditabundo, depresivo, perdido.

Aquella noche no iría a dormir Marollai en su casa de Negro; le tocaría dormir solo, sobresaltado cada vez que escuchara algún ruido. No habría suficiente vino en el mundo que le diera el sosiego que buscaba; pero quizá ese sosiego era una utopía. Llenó una segunda copa, ya de vuelta del breve paseo a lo largo del río. Siempre llevaba unos prismáticos consigo: así podía otear la vieja bodega y el establo de Thomas Wheel desde la ribera del río, ver si todo estaba en orden, y no tener que atravesar el lecho para ir a comprobarlo por sí mismo. Esto solo lo podía hacer las noches de verano; en invierno, debía pasar al menos tres noches a la semana en el rancho de Wheel. En verano, Thomas Wheel hacía la vista gorda y pasaba casi todos los días en Freeheut o en el norte, a muchos kilómetros. Ello le daba la oportunidad a Flaco de no ser riguroso en su trabajo. Pero en invierno era distinto. Debía cumplir con sus turnos, pues Wheel podía presentarse de improviso en el rancho y entonces comprobar si Flaco hacía su trabajo. Cuando en verano Flaco olvidaba los prismáticos y se veía obligado a ir hasta el rancho Wheel, se maldecía no poco. De día no había problema: incluso se encontraba de paso a muchos cazadores furtivos o a labradores que cruzaban el lecho del río para ir a sus tierras. Pero de noche la cosa cambiaba tanto que parecería no ser el mismo lugar; tal es la condición de ciertos paisajes solitarios, que durante el día son solaz para el jornalero pero que durante la noche son el hogar de bestias peligrosas. En aquella ocasión no había olvidado los prismáticos: echó un vistazo y todo estaba en orden, así que regresó tranquilamente a la cabaña, sin prisa. Cuando vio que la camioneta de Marollai tampoco dormiría esa noche allí, se dirigió diligentemente a la cocina para llenar su copa. En una hora, ya la había rellenado tres o cuatro veces, y una cierta euforia colonizó su cabeza.

Decidió salir a la calle y comenzar a aullar. No había nadie alrededor, y él tampoco quería llamar la atención, pero el vino había puesto en marcha el fogón de sus más íntimos demonios. '¡Sí, vosotros, pedazo de mierdas! Sí, la cacería...de mis-..genitales! ¡La cacería de mis genitales es una muy buena cacería! ¿Dónde está el cura? ¿Dónde están los lobos? ¡Venid a mí, cabrones, sé que os ocultáis en la maleza! ¡No os tengo miedo! ¡Jajaja, los lobos a mí! ¡Maldita sea!' De pronto, Flaco recordó que tenía la escopeta colgada en un cuartucho colindante a la cocina, donde guardaba algunas herramientas de trabajo. Un fuego malévolo se encendió en su estómago. Se dirigió sin falta a la cocina y tomó la escopeta. En efecto, una especie de animal vibraba en la oscuridad, un poco más lejos, en los lindes del bosque. Mientras caminaba hacia él, cargaba el rifle. Pudo ver unos ojos brillantes en la espesura. Sintió que su piel se erizaba. Nunca había disparado a un animal, pero en este momento se encontraba eufórico, descontrolado. '¡¿Eres tú, verdad, Lenny? ¿Eres el cura que no me deja dormir con el ruido de las campanadas, verdad? ¡TOMA UN POCO DE TU EVANGELIO!' Los disparos sonaron en el aire, en el vacío, sin tocar la carne del animal. Pero rebotaron con severidad en sus oídos, y ese rebote le otorgó también la conciencia de las dimensiones que poseía la locura que estaba cometiendo. '¿Qué...cojones hago?- pensó-. Retornó sobre sus pasos velozmente, y casi sin darse cuenta, ya estaba en el trastero colocando la escopeta en su sitio. Aún olía a pólvora. Bajó la persiana a la mitad y esperó a ver si alguien se había percatado de la juerga. Pero la noche era más negra que el vino que había bebido. El silencio se extendía hasta más allá de su corazón, tocaba sus huesos fríos, sus manos sudorosas y ansiosas. Nada había allí que pudiera haber sido testigo de su locura, de su extravío. Más calmado, encendió la televisión y poco a poco cerró los ojos, hasta quedarse dormido.