miércoles, 14 de agosto de 2013

Pensamiento post-gravitatorio.

Es posible imaginar una clase de pensamiento que no sea capaz de establecer compromiso alguno con ningún objeto de estudio, una clase de pensamiento que por una necesidad ciega de la naturaleza, o a causa de una disociación cognitiva del sujeto individual que genera el pensamiento, se vea obligado a peregrinar a través de una extensión de hechos diversos, inmensurables en ocasiones, un peregrinaje impulsado por un temor irracional a la caída en el fenómeno aislado e irreductible, un pavor cuya cura solo puede establecerse a través de vínculos maternos en la totalidad ya desterrada y censurada, al precio impagable del destierro perpetuo.

Ese pensamiento, cuyo maridaje con la totalidad no es posible por la vía consciente, ha de imaginar su devenir deseado como el futuro encuentro con  la Idea, con el concepto-llave que le servirá de guía para situar el verdadero valor y alcance de su propia existencia. Esta clase de pensamiento solo podría tener valor como imagen alegórica de un estado del mundo cuya unidad, como dice Adorno, reside en su diferencia, donde la inteligencia se ha convertido en función de la estupidez autista que solo comprende como "comunidad" el conjunto restringido de los actores empleados en una muy determinada y especializada actividad científica o intelectual. Un mundo unido en torno a sus más irreductibles diferencias como mecanismo de reproducción de un discurso cuya verdad se ha "demostrado" sin necesidad alguna de demostración.  


Ese pensamiento ha de comprender que lo más que puede exigir a esa espera es el propio pensamiento de la espera, y quizá, de su imposibilidad, en cuanto deseo edípico ilegítimo e incomunicable. La aceptación de una única vía de exploración posible- la de los márgenes del discurso- puede no obstante implicar un peligro suplementario: el desasirse de toda gravedad, como el astronauta que abandonando su nave en el espacio pierde su lugar de referencia, su fijación en torno a un punto, para hundirse finalmente en la oscuridad del cosmos. Y sin embargo, ¿No sería ese hundimiento una forma- desesperada- última de conquistar de nuevo la totalidad perdida? 

En la colección Prinzhorn de arte psiquiátrico, existe una obra que registra sin cesar una colección infinita de números, a fin de encontrar el orden perdido que otorgaría la posición exacta a cada número en la secuencia- se podría decir, el sentido de la existencia de cada número-. Hoy hemos perdido ese orden; este no se encuentra ni en las particularidades científicas inmensurables propias de cada ontología regional del conocimiento, ni tampoco podría hallarse en ese pensamiento que podríamos llamar "post-gravitatorio". La diferencia última es que este al menos haría justicia a la totalidad, cuyo repudio es solo parte del mismo acto impotente que la niega por no ser capaz de apresarla. 

(Fragmento de "Trazo y curvatura", proyecto).

domingo, 23 de junio de 2013

Anfibología creativa. Sobre la contradicción en el arte.


Decía Adorno, en su monumental Teoría Estética, que el arte y las obras de arte son no sólo arte, sino también algo ajeno, contrapuesto al arte. Con el propio concepto de arte está mezclado el fermento que lo suprime. También Terry Eagleton, en su no menos monumental Estética como ideología, decía que lo estético constituye tanto una vuelta creativa a la corporalidad como la inscripción en ese cuerpo de una ley sutilmente opresiva; representa, por tanto, un interés liberador por la particularidad concreta; por otro, una forma engañosa de universalismo. ¿Nos podrá entonces decir algo este concepto anfibio- en expresión de Eagleton- del arte sobre el papel y personalidad del artista en su trabajo? ¿Podremos trabajar con estas investigaciones a fin de conocer un poco más la personalidad del artista en función de los problemas y tensiones en los que el artista ha de verse involucrado?

Es evidente que la tensión que caracteriza al arte ha de influir en el propio artista, de modo que el artista mismo pueda concebirse como un sujeto in mezzo de la tensión. En efecto, el escultor, el poeta o el dramaturgo no escriben o realizan sus obras para sí mismos, sino que tienen en mente un diálogo con el receptor de su trabajo. Se ha hablado mucho sobre la función del lector y la interpretación activa en la propia constitución de la obra. Pero también es evidente que este diálogo entre lector- en el caso de la poesía, por ejemplo- y el autor se establece sui generis, de una forma muy concreta que pone en cuestión nuestras creencias habituales y normativas sobre lo que debe ser un diálogo. Pongamos el caso de la filosofía. La filosofía se ocupa de cuestiones universales, en el sentido muy preciso de que el diálogo abierto establecido por los filósofos estriba en invocar a todas las personas a un espíritu común, la idea general, de la cual todo ser inteligente puede participar. Es así como la filosofía, entendida en sentido platónico y socrático, es un acto comunista: se trata de que todo ser humano pueda participar de una idea general en igualdad de condiciones, sin prevalencias o privilegios determinados. Mediante la puesta en cuestión de lo admitido a través de la tradición – las leyes de la ciudad en el caso griego- o la cultura concreta de un pueblo, se establecen las condiciones de partida para comenzar a construir, en común, el estatuto de la realidad. Sócrates pone en cuestionamiento lo aceptado como medio de comenzar a participar, desde el principio, en la investigación común de una realidad común. El ágora es un lugar abierto a plena luz del día en el que se democratiza el espíritu a través de la participación universal de todo ser racional en el común de las ideas. El único criterio elitista que permanece es el del mejor razonamiento. 


Muy distinto es el caso del poeta. El escritor establece un diálogo con el lector, en efecto. Pero lo hace desde unas condiciones elegidas de antemano por él- él dicta el terreno en el que se va a establecer el diálogo: un terreno dibujado por la elección concreta de sustantivos, adjetivos y metáforas, que dibujan el cordón y las fronteras de su campo elegido. Es ahí, en el interior de esos límites precisos, que el autor invoca al lector para su diálogo deseado. Pero es evidente que este diálogo ya no es universal. El autor ha creado las condiciones del diálogo y, con ello, un mundo posible. En cuanto creador de mundos, el poeta está por encima del lector mortal. El poeta-tirano somete al lector a sus condiciones, al hábitat dirigido conscientemente por sus palabras, de modo que el lector se enfrenta a un mundo extraño en el que es recibido como invitado de excepción. El poeta abre sus dominios y lo primero que tiene que hacer el lector es sentirse agradecido por dejarle penetrar en su mundo. El diálogo establecido ya no es, como en el caso de la filosofía, un ágora abierto a plena luz del día en el que se invoca la generalidad del mundo común, sino el castillo de cristal envarado en la particularidad en el que el lector campa con tiento y cuidado.

Ahora bien, existen dos actitudes al respecto. El poeta puede elegir envarar su recinto y sellarlo a fin de hacerlo impenetrable- pienso ahora en Celan o en Mallarmé- o puede abrirlo al público e intentar superar esa particularidad que representa la iniciativa privada de su obra para acceder a un común distinto del de la generalidad de las ideas. Es decir, el poeta puede plantear su obra como una expresión o una respuesta diversa a la pregunta general del común. De la misma manera que han existido filosofías cuya tendencia esencial ha sido la de formar el sistema a la manera de un recinto sellado- Hegel, Schelling-y de ese modo acercarse portentosamente a la esfera de la poesía, es posible suponer una tendencia esencial en determinada poesía cuyo objetivo sea recuperar la esfera común y romper con su propio origen narcisista y egocéntrico. Este razonamiento nos conduce, de forma inevitable, a la postulación indirecta de una poética, cosa que no podemos desarrollar aquí. Pero nos abre también a la conciencia de que, si bien la poesía puede auto-dirigirse tendencialmente hacia un objetivo ideal, no ha de perder de vista que su magma es la tensión, una tensión que se establece entre el carácter creativo de su obra y la necesidad de tender hacia el universal y el común propio del mundo en el que habita. Es bajo este prisma que se puede concebir una poética, sin anular la necesaria tensión en la que todo autor debe por necesidad encontrarse.


En efecto, el poeta busca la universalidad a través de la agudización de su particularidad; busca el diálogo a través de una negación del diálogo. Como recordaba Adorno, el arte solo se produce con lo contrapuesto al arte. Toda concepción del arte como la armonía por excelencia- pienso en las tesis de Schopenhauer- es absolutamente falsa. El arte no reconcilia, pues el arte en cuanto reflejo de unas condiciones materiales y sociales siempre incompletas, es la consecuencia de actos incompletos, movimientos entre distintos polos y tensiones en desarrollo. A partir de esta conciencia, podemos pensar una poética distinta, un modo distinto de comprender la poesía y el arte en general, en el que estos puedan comunicarse con el terreno de las ideas comunes a través de la ampliación y la extensión de ese terreno hacia otras formas de pensamiento no meramente discursivas.

domingo, 19 de mayo de 2013

Notas sobre poesía y experiencia (II)



4

Podríamos definir la poesía- según estas indagaciones- como la creación de artefactos sintéticos de la experiencia, y entonces definimos la experiencia como un todo ya dado y no ordenado estructurado simbólica y sensitivamente; frente a ello, la filosofía tradicional consistiría en la creación de artefactos -sistemas- estructurados sobre artefactos más pequeños -conceptos- dados como órganos configuradores de la experiencia (analíticos). En el análisis, diferenciación y configuración de la experiencia procedente del mundo material, se elabora un sistema diferenciado y estructurado en base al concepto como unidad mínima, y al discurso resultante de todo ello lo llamamos discurso filosófico.

5


La actitud ante lo real sería el presupuesto subjetivo, el correlato subjetivo de la relación en la que se produce el conocimiento. (Hablamos siempre del conocimiento como de una relación). La actitud sería la determinación -subjetiva- que indica desde el principio el modo en el que se accede al conocimiento. Por tanto, la actitud ante lo real es ya siempre una actitud epistemológica, o, si se quiere, una actitud que lleva en sí una toma de posición epistemológica, una comprensión determinada del ser epistemológico y una preferencia o posición frente a él. Según lo dicho, la actitud del ser poético ante lo real no debería ser la de la interrogación filosófica, ni la de la respuesta a un enigma, sino la de una síntesis del conocimiento como algo ya dado, como un dato completo por sí mismo. Si la filosofía- siempre tradicionalmente entendida, como discurso que inaugura la filosofía griega hasta el propio de la modernidad- accede ya siempre a un mundo incompleto, determinado por el ser interrogativo -incompletud necesaria y a la vez fundamental para la erección del sistema- respuesta propio de la filosofía y del sistema filosófico- la poesía accedería al sustrato de experiencia implícito en el dato de un mundo ya siempre dado- o, si se quiere, a la experiencia del mundo en tanto que sustrato de experiencia- y de ahí su naturaleza sintética. Ahora bien, ello es independiente de la naturaleza problemática del mundo; el hecho de que la poesía se relacione con el mundo como con un dato ya siempre dado, no nos dice nada acerca de la naturaleza ontológica de ese dato; más bien, la poesía asumirá la totalidad de la experiencia dada en el mundo como un dato de naturaleza filosófica problemática, que es lo mismo que decir no resuelta desde el punto de vista filosófico. Pues la síntesis no se ocupa de la resolución del mundo desde una perspectiva filosófica. Por ello, el dato total de la experiencia puede afrontarse como una experiencia incompleta y no solucionada desde un punto de vista estrictamente filosófico, pero como una experiencia en cierto modo unitaria y completa- exenta del enigma en cuanto exenta de la voluntad por resolver un enigma- desde el punto de vista sintético de la experiencia poética.

6

Razón filosófica y razón poética son, pues, sujetos de una relación. Como tal, lo real – en sentido amplio- no es sino el producto distributivo de esa relación. Por tanto, el objeto pasivo de esa relación (la materia o lo “real primario”) no es exactamente lo real en su totalidad. Es en el modo de relacionarse con esa materia primaria de la realidad que se distinguirían las naturalezas propias de la razón poética y filosófica. Ambas son, por tanto, forma, y ambas requieren un discurso de segundo orden frente a la realidad primaria. (Introducción de esquema).

7

Solo el silencio puede mantener una relación productiva con la materia primaria, que ahora llamaremos materia absoluta. Es por ello que toda razón (poética, filosófica, etc.) siempre se relaciona con una materia ya siempre intervenida de alguna manera por la razón, por el símbolo. A su vez, toda razón está intervenida siempre por la materia, lo que verifica que el mejor método para acercarse a estas relaciones nos lo ofrece el método dialéctico. De este modo, “forma absoluta” y “materia absoluta” solo son conceptos límites, regulativos, pues el tejido de la experiencia siempre se halla en el intersticio de esos dos conceptos regulativos límites. Pero mientras la poesía- podríamos decir- trata de elevar la materia absoluta al nivel de una materia relativa -materia intervenida por la razón- la filosofía tradicional configuraría la materia para elevarla al concepto (forma). La experiencia elevada al concepto y transformada por el concepto es la labor del sistema de filosofía; la materia intervenida por la razón (en un movimiento dialéctico que devuelve esa materia intervenida por la razón a su nivel elemental pero ya enriquecida por ella) sería la función genérica de la poesía. La experiencia es la materia intervenida por la razón; la poesía no es sino el reflejo (estético) de esa experiencia.

8

Toda palabra supone, pues, una elevación- y por tanto, una (cierta) modificación- frente a la materia absoluta. De este modo, la “materia absoluta” solo existe como concepto regulativo, que es lo mismo que decir que este concepto no tiene contenido real: la materia absoluta es inaccesible desde el punto de vista epistemológico, se trata de una pura abstracción, pues todo aparato subjetivo de conocimiento supone ya, en cuanto mera existencia, una relación en la que la materia absoluta queda ya siempre transformada en materia relativa: materia intervenida por los órganos de la percepción. La cosa en sí kantiana no es solo patrimonio, pues, de la metafísica, sino también de cierta forma de infra-física, el dominio de una experiencia más acá de los sentidos y que forma el magma de la relación entre mundo y percepción. La dialéctica de la experiencia poética implicaría, en primer lugar, la elevación de un contenido de experiencia determinado en una clase de discurso o de formación simbólica; y el intento de la poesía sería, en un segundo nivel, devolver ese discurso ya enriquecido a su origen material -esto significa desde luego una tensión desde la visión puramente filosófica-; para la filosofía, sin embargo, se trataría de elevar esa experiencia a un dominio problemático, en el que el concepto forma al tiempo que plantea una serie de interrogantes a la experiencia. Pero las respuestas se producen únicamente en el interior del sistema, y lo que interesa es, en todo caso, transformar la experiencia y traducirla-cuando no solaparla- al dominio conceptual en el que queda pasto del concepto.

jueves, 2 de mayo de 2013

Tesis sobre poesía y experiencia (I)



1

El poema no “pone” nada sobre la realidad, sino que en función de artefacto sintético, realiza una descripción en el plano intelectual de aquella experiencia sensorial y humana no ordenada antes de su incorporación al concepto. La poesía es entonces síntesis en virtud de ser primero asumpción y descripción de la experiencia, pero no de una experiencia “empírica” en sentido positivista, sino de una experiencia “total” en la que se realiza el contenido futuro de una síntesis intelectual y sensorial. Frente a esta concepción “sintética” de la poesía, la experiencia filosófica tradicional aparecería, inevitablemente, como algo muy distinto de lo que pretende ser. La función tradicional asociada a la poesía -la imaginación, la superación de lo empírico por vía de la unión simbólica que el poeta realiza entre lo humano y lo suprahumano- aparece de este modo como lo propio de la labor filosófica, que mediante la creación del sistema justifica y asume -inconscientemente- la visión romántica y prometeica del genio tradicionalmente atribuida al poeta. El discurso filosófico es un acto de “posición”, un agregado conceptual y creativo que configura lo real, acudiendo para ello a la fuerza artística de la creación.

2

La configuración en la labor poética se realiza en un nivel sintáctico. Por el contrario, la configuración semántica del discurso filosófico impone una intervención radical sobre la experiencia como dato bruto, la experiencia como intuición intelectual primordial. El nivel sintáctico de la poesía exige una elaboración que afecta también al significado y función inmediato de las palabras en su uso común, mas ello queda como instrumento de otro fin, que es el fin propiamente dicho de la poesía: servir como artefacto sintético de la experiencia. El acto creativo de la poesía existe solo en su nivel primario, en la elaboración del mundo lingüístico del poema y también del mundo simbólico que ese mundo lingüístico requiere; mas el fin del poema en cuanto “todo estructurado” es de una índole no poética, sino sintética, reproducción de la experiencia como purificación en el nivel de la palabra de la experiencia misma.

3

La razón que explica esta renuncia del poema a “poner” un contenido ajeno a lo real dado como experiencia estriba en que ningún poema pretende “resolver” un enigma del mundo mediante una comprensión cabal de su solución que solo sería inteligible propiamente a través de la elaboración de la experiencia por la razón discursiva. Esto no significa en absoluto que el poema sea irracional siempre o que no quepa hallar una racionalidad determinada en la poesía. Pero la poesía no puede pretender construir un mundo inteligible en el que las insuficiencias del mundo real queden abortadas y superadas, como en el sistema filosófico tradicional. Está por ver en qué medida las antiguas epopeyas griegas podrían servir como sucedáneo de lo que luego han significado los sistemas filosóficos, de Descartes hasta Hegel. Quizás la tragedia griega ejemplificase mejor esa conservación de la insuficiencia y complejidad de lo real que Homero, en la medida en que los enigmas del mundo material quedaran no solo irresueltos conceptualmente, sino además amplificados mediante su incorporación al mito o al símbolo.

(Podríamos preguntarnos si lo que encontraba el griego en la sabiduría de la poesía antigua era una totalidad sistemática bien construida – a nivel simbólico, no necesariamente a nivel conceptual- en la que se resolviesen las insuficiencias o irracionalidades del mundo material, y no más bien un conocimiento sintético que asumiese la experiencia sin proceder a violentarla- como sí hace, al contrario, el sistema filosófico a través de la construcción del concepto-. Si ese fuera el caso, el mito aparecería no como la infancia del concepto o la razón ( el tradicional paso del mito al logos)- sino como su opuesto, en el sentido preciso de que exige una racionalidad de lo real distinta de la filosófica y toma una actitud distinta que ésta ante la realidad de la experiencia.)