lunes, 15 de octubre de 2012

La escritura drogadicta.


Escritura drogadicta, que no escritura adictiva. Puesto que mientras la segunda implica la idea de una adicción a la escritura, la primera se refiere a algo más esencial, la adicción de la propia escritura- y del sujeto en cuanto producido en y por la escritura- a la realidad. Subjetividad drogadicta, pues, como la escritura en la que ella se forma. En esta escritura, lo que importa ante todo es descargar esa subjetividad cargada, y el papel se convierte en un medio para alcanzar una salvación literal, no religiosa o metafísica solo: lo que salva de la enfermedad, de la locura, de la desintegración personal. La subjetividad se produce en el interior de la escritura y del pensamiento. Solo el autor que sabe conformar, por una parte su propia identidad como sujeto independiente, y por otra, la relación entre su inteligencia y la afectación de ésta por la cosa, puede convertir su expresión en cristalización de una relación real, no afectada, impersonal.

La subjetividad cargada es la subjetividad no formada, la subjetividad drogadicta y dependiente. Esta solo existe en la medida en que es producida como efecto de una expresión, con lo cual la expresión misma no viene determinada por el acto de voluntad de una conciencia independiente, sino que esta misma conciencia se forja en y mediante la expresión, sin la cual no existe, contaminando con ello el contenido de la expresión. La subjetividad drogadicta hace las veces de un intruso, el responsable de un incesto por el cual quiere introducirse en el seno mismo de la realidad, en lugar de permanecer enfrente de ella, contemplándola desde el exterior. Pero este incesto conlleva un gran peligro, pues ahora la subjetividad drogadicta no puede escapar a esta com-posición unitaria que forma, aún en su complejidad, con lo real; por otra parte, no puede retornar a ningún estado anterior a esta relación, porque solo en el interior de ella tiene vida. El escritor que obedece a esta fórmula está condenado a disolverse en la oscura pasión del silencio -y sus consecuencias desastrosas- si rompe esta relación que ha establecido con la íntima esencia de lo real, o a trascenderla de modo tal que pueda resumir en sí mismo aquella percepción complejísima a la que se ha arrojado para llegar a ser.    

Esto era posible en otro tiempo, y así podemos decir con Hegel que Napoleón fue realmente el Espíritu a caballo, o que Goethe compiló en su persona toda una época y una cultura. Si lo que se derivaba de esta carnalidad de lo espiritual en lo individual tenía también sus efectos catastróficos- como en Hölderlin- lo cierto es que el sacrificio merecía la pena, en el buen sentido en que el genio individual no solo captaba el espíritu de su época, sino que se fundía en él y le otorgaba materialidad, y de hecho era en él que realizaba su esencia y existencia. Nuestro tiempo es distinto. El sacrificio no se consuma en torno a un fin; el sujeto no puede redimirse. La fractalidad ontológica de nuestra realidad contemporánea exige que la subjetividad drogadicta y suicida capaz de producir un pacto según el cual ésta pueda forjarse en el seno de lo real mismo, sea a su vez sacrificada y muerta sin propósito. El pacto, a diferencia de lo que ocurría entre Mefistófeles y Fausto, no solo no promete la purificación y la realización plena de la subjetividad, sino que la niega por principio e incluso la amenaza con la destrucción total. Dicho de otro modo, quien hoy se atreva a querer comprender está condenado a no comprender nada, perdiéndose a sí mismo cuanto más volcado de forma íntima en la labor de conocer se encuentre, y al contrario: quien no quiera comprender, comprenderá, puesto que su voluntad se conformará con poco.

En relación con la escritura, el entendimiento de la expresión escrita como modo de autoconocimiento, se desvanece en cuanto este ideal deja ver su debilidad intrínseca. La expresión escrita desde la mera posición de la subjetividad drogadicta, no informa del carácter de uno mismo ni del exterior, cuanto más bien se vuelve sobre la subjetividad para formar parte de ella misma. La subjetividad drogadicta no puede pretender nunca el conocimiento de sí misma, pues ni tan siquiera existe antes de producirse el acto físico de ser vertida como escritura sobre el papel.

La subjetividad drogadicta, creadora también de una escritura propia, una escritura drogadicta, se plantea en todo caso como expresión de un pacto metafísico en el que pervive la creencia en el mito de la salvación -y en este caso, de la salvación a través de la producción del yo mismo- a través de la escritura. Es gracias a este pacto mítico, más o menos consciente, entre el yo y la escritura, o entre el yo y el pensamiento- pues también existen filósofos drogadictos- que el escritor o el filósofo pueden desprenderse de todo hábito identitario artificial, como la patria- Gombrowicz, Cioran- la familia -Kafka- o los valores filosóficos y morales- Nietzsche-. Estos sacrificios identitarios pueden realizarse a cambio de una percepción real más profunda, con la que usualmente el drogadicto espiritual no va a negociar en términos de mercancía o de utilidad mundanas, sino con las que va a realizarse místicamente, confirmando la tesis de que la subjetividad drogadicta no existe más allá de sus propios pensamientos, de su escritura, de la tensión esencial que ha decidido, en un momento teórico del tiempo, mantener con la realidad en su problematicidad esencial.

La subjetividad cargada no es, pues, una antítesis de la subjetividad no realizada sino mediante la expresión escrita o el pensamiento- que establecen una relación indisoluble entre el sujeto y lo real-. Pues esta subjetividad está ciertamente cargada en lo que al contenido semántico de la expresión se refiere; el peso específico de la subjetividad volcada -y producida- en la expresión, determinan que el artefacto final, la expresión en su forma conseguida, quede manchada por la voluntad subjetiva. Por otra parte, es una subjetividad no realizada, en cuanto a la relación consigo misma se refiere, y dependiente, en cuanto no puede sobrevivir a sí misma sin el concurso de ese pacto a través del cual ha creído que la realidad le ofrecía la oportunidad de existir.

El silencio querido es, como dice Susan Sontag, un medio poderoso para revitalizar el espíritu -o “la espiritualidad”, por usar el término de Sontag-. En todo caso, una forma alternativa para dar cauce a las fuerzas artísticas y expresivas. Pero el silencio querido es otra forma de la astucia del trabajo- recordando a Hegel- de la razón, de la palabra, muy distinto al silencio no deseado, al silencio al que en ocasiones está sometida la subjetividad drogadicta. Este silencio no querido no agota la necesidad de la expresión. El silencio querido conduce a la revitalización del espíritu; el silencio no querido soporta la cárcel de la palabra obligada a callar: conduce al extravío, a la enfermedad, a la muerte. Nuestro tiempo es el tiempo del silencio no querido. La realidad no ha cumplido el pacto y la luz se aleja de los hombres y mujeres que la buscan. Hoy es el tiempo de la realidad ausente, que es lo mismo que decir el tiempo de la realidad incomprensible.

La subjetividad drogadicta lo es de una única droga: la realidad. La subjetividad drogadicta no ha querido fraguarse al margen de su problematicidad esencial, al margen de la pregunta. La subjetividad drogadicta es una subjetividad suicida, que no mira lo real a través de una lente, sino que atraviesa la lente para formar una unidad mística con lo real, es una subjetividad atravesada por el filo de la pregunta y por el amor a la pregunta. Su pacto con lo real le lleva a existir solo a partir de la firma del documento: la subjetividad drogadicta ha renunciado a sí misma para alcanzarse a sí misma, ha renunciado a la vida para mirar lo real hasta quemarse los ojos, y lo hace por agradecimiento a esa realidad que a cambio le ha hecho ingresar en su seno, dotándola de identidad.

El agradecimiento que implica este sacrificio sin propósito de la subjetividad a esta relación privilegiada en la que ha decidido co-existir con la problematicidad esencial de lo real, es la mejor prueba de su amor por lo real. Un amor que, en último término, condiciona la posibilidad de salvar lo real mismo del amante devorador que pone su amor por encima de todas las cosas. La subjetividad drogadicta amenaza la consistencia de lo real, inmersa como está en producirse y construirse a sí misma en esa relación. Pero este amor y esta necesidad pueden fijar una manera distinta de relacionarse con lo real, precisamente poniendo como objeto la salvación de lo real como condición de salvación de la subjetividad misma.En esta solución in extremis de lo real podría radicar el fin del arte y del pensamiento para la subjetividad drogadicta, pues el amor no debe nunca oscurecer el derecho de lo real por obtener su justicia propia, también a través de la expresión y la escritura.

sábado, 13 de octubre de 2012

Fragmento versus aforismo: dos posiciones ante el conocimiento.


 Cuando Nietzsche se propuso demoler los fundamentos de la civilización occidental, no debió encontrar un mejor arma literaria en su momento que el aforismo. El aforismo se convierte, con Nietzsche, en un potente martillo que le viene al pelo para su misión destructiva; no se podría filosofar “a martillazos” sin esta flecha hiriente, que en manos del prometedor pastor alemán devenido luego apátrida universal, es una flecha no exenta del poder de la pólvora y la ira del cóctel molotov: “El que hoy más se ríe, será también el que más se ría al final”. Aunque al final Nietzsche no se rió demasiado, a juzgar por el deterioro de su mente a partir de 1890, supo hacernos reflexionar sobre el poder de la frase contundente, del axioma que cala en el cerebro y guarda un contenido inmenso bajo la apariencia ascética de las palabras breves. En el éxito del aforismo se conjugan muchas circunstancias, como por ejemplo la capacidad de sintetizar en breve una enseñanza, pero también otras menos aparentes como por ejemplo la audacia que representa hablar en términos tajantes. Términos que no pueden prescindir de la utilización peligrosa de un verbo todopoderoso: el verbo ser.

No por casualidad este verbo sedujo a Heidegger. Cuando se utiliza el “ser”, la impresión primera es la de acceder a un contacto directo, especial y privilegiado con la cosa-en-sí. La cosa “es”, esto “es”: la embriaguez del verbo nos lleva de inmediato a aquel lugar en el que Heidegger creyó que los griegos habían visto el mundo desnudo, el mundo en su realidad inmediata, no modificada por la falsa percepción de la razón objetivante. En realidad, la falsa percepción es muy otra: la de creer que al pronunciar la palabra mágica- verdadera piedra filosofal de la lingüística- el ente se aparece en su mayor profundidad; o bien, la de que aquel que pronuncia el hechizo, está de inmediato en contacto con Lo Real. Esta es la razón, pienso, por la que poetas como Georg Trakl o Rilke llegan a fascinar a Heidegger: Trakl utiliza continuamente descripciones en forma de aseveraciones afirmativas contundentes; Rilke afirma tajantemente que lo bello no es nada más que el comienzo de lo terrible. El paso de la lírica a la ontología es muy fino; tan fino como simplemente tener el coraje de pronunciar la palabra mágica. Este tipo de hechizo, que convierte al lírico en el ontólogo, es el que ha permitido también, a través de las corrientes de pensamiento filosófico francés, convertir a un mero crítico de la cultura como Nietzsche en un inusual pensador metafísico. El hechizo no solo nos transporta de inmediato ante la cosa en sí; también nos convierte a nosotros mismos en los chamanes, los iluminados y privilegiados que por este mismo hecho pueden recolectar mareas de súbditos y adoradores.

Pero nos alejamos de nuestro tema. En efecto, parte del hechizo del aforismo obedece a esta audacia del escritor, merecedora por sí misma de sorna o de adoración. Lo segundo es más usual. La utilización del verbo Ser, por otra parte, nos conduce a las cimas de la sabiduría. Sin embargo, la mayor parte de los escritores de aforismos tampoco han sido considerados como dioses; ellos más bien partían de la pequeña observación, de la circunstancia única, de su sumisión a la teología del instante. Escritores como Lichtenberg o Canetti no podrían nunca usurpar los dominios de la Metafísica. Pero ello era más bien porque nunca utilizaron sus armas con objetivos filosóficos sistemáticos. Preferían lo divergente, el conocimiento “lateral”, como dice Canetti. No venían de la academia, no pretendían hablar sobre cosas definitivas. Sin embargo, en cierto modo la utilización elegida de su forma de expresión les llevaba, sin saberlo, a posiciones de enunciación expresa inevitable. El propio género lleva la asunción de cierta solemnidad, ante la que anunciar conscientemente la humildad solo puede derivar de una actitud ingenua o cínica.  

Y es que es aquí donde llegamos al centro del problema, a saber: que toda utilización apriorística de un género cualquiera supone de hecho una posición epistémica hipotética ante el objeto de la realidad. En otras palabras, de la utilización concreta de un género literario, se puede deducir una forma de comprender el conocimiento, de situarse ante el objeto de conocimiento, y del papel que tiene el objeto en relación con el sujeto que trata de aprehenderlo. Teniendo en cuenta esta primera afirmación, podemos diferenciar el aforismo y el fragmento, como dos posiciones divergentes ante la cuestión del conocimiento.

Es sabido que Nietzsche, uno de los grandes del género, practicó ambos. También Wittgenstein. El autor austríaco utiliza primero el aforismo- en el Tractatus- y luego el fragmento, a partir de las Investigaciones Filosóficas-. No es casualidad. El primer Wittgenstein es un joven audaz, arrojado, que cree poder partir en dos la realidad- por su parte, Nietzsche dijo algo similar de forma expresa- establecer la última palabra, la palabra definitiva, sobre lo que puede ser dicho y lo que no puede ser dicho. El aforismo viene aquí al pelo: el axioma, la norma, como las tablas de la ley mosaicas, son breves, concisas, establecen la claridad del horizonte teórico, dividen, erigen campos de concentración semánticos y ordenan lo real. El que busca la claridad no puede sustraerse a esta tentación; quien teme la locura- como el propio Wittgenstein- exige de continuo una verdad clara, precisa, en suma, una verdad analítica. El lenguaje de la lógica y de las matemáticas confluyen en aserciones lingüísticas desarmables y siempre a la mano de una buena herramienta lógica. El mayor escudo contra la locura y la neurosis es la claridad evidente de la lógica.

El caso de Wittgenstein es especialmente útil para nuestro tema. Porque el llamado “segundo” Wittgenstein, como se sabe, está ya algo lejos de la audacia de su primer libro. Su alejamiento temporal de la filosofía, su amistad con Pierro Sraffa, y su acercamiento por otra parte al trabajo manual, quizás le dieron una versión no tan totalitaria de la realidad del mundo, una versión tanto más pragmática cuanto más relativista, que se refleja muy bien sobre todo en su último manuscrito, Sobre la certeza. Aquí ya no hay ni rastro de aforismos, excepto quizás uno que en forma aforística guarda como la cáscara de una nuez su contradicción fundamental: Am Grunde des begründeten Glaubens liegt der unbegründete Glaube: En el fundamento de la creencia bien fundamentada, se encuentra la creencia sin fundamentos. Si examinamos la forma literaria utilizada a lo largo de este ensayo y sobre todo a partir de las Investigaciones, nos encontramos el fragmento herido, sin definición última, el pedazo desgarrado de pensamiento que no tiene miedo a los puntos suspensivos, a la indefinición, al relativismo...la presentación del fragmento es la de la humildad; la del aforismo, la de la radicalidad que informa el orgullo.

Desde luego no se trata solo de una actitud intelectual o espiritual, sino sobre todo, de una actitud ante el conocimiento: el aforismo o el axioma defienden la inmediatez del objeto del conocimiento ante la conciencia- aunque su naturaleza sea oscura, como en Heráclito-; la del fragmento establece una dificultad apriorística en la capacidad del sujeto por aprehender el objeto. La diferencia, nuevamente, estriba en el verbo ser. Desde el punto de vista del conocimiento, podríamos concluir, aunque sea solo a modo de concesión temporal, que el aforismo trata con la realidad de forma directa, conformando su idea previa de que existe un contacto directo entre el objeto de conocimiento y el sujeto que lo aprehende; mientras que el fragmento, indirecto, incompleto y dubitativo, oscila con respecto de la posición del sujeto ante su objeto. El caso de Wittgenstein podría servir como ejemplo, dado que su escritura se transforma en la medida en que sus creencias con respecto del objeto del conocimiento se modifican. Y, por cierto, en la misma dirección.

Sea como sea, es verdad también que la elección de un género es una cuestión de preferencias- sobre todo, cuando se trata de escritores-. Lo que hemos dicho de Wittgenstein o de Nietzsche quizás no sea tan exacto como con Canetti o Lichtenberg. Estos últimos destacaban la estética sobre el conocimiento; su objeto no era tanto establecer la veracidad de ese tinglado epistemológico que representa el filósofo con respecto de la realidad, como la creación misma de realidad, la belleza de la palabra o del acontecimiento único. En todo ello no había tanta seriedad filosófica como juego- y esto, desde luego, sin desmerecer la relevante categoría de juego-.

En suma, nuestras investigaciones nos indican que esta distinción entre aforismo y fragmento es, en último término, válida para la escritura filosófica, y no tanto para aquella escritura cuya misión última no es establecer las relaciones entre juicio y realidad. Aunque debemos decir que esta aserción oculta una íntima ingenuidad. Quizás aquella que aún considera que el objeto de la filosofía es más “real” acaso que el objeto estético de la literatura. Creer esto es en el fondo una ingenuidad, por las mismas razones- me parece- por las que el verbo “Ser” ha seducido a poetas y a filósofos, trasladándolos a Olimpos imaginarios donde la Verdad comparece, en su absoluta desnudez, ante el individuo frágil y evanescente.