Escritura
drogadicta, que no escritura adictiva. Puesto que mientras la segunda
implica la idea de una adicción a la escritura, la primera se
refiere a algo más esencial, la adicción de la propia
escritura- y del sujeto en cuanto producido en y por la escritura- a
la realidad. Subjetividad drogadicta, pues, como la escritura en la
que ella se forma. En esta escritura, lo que importa ante todo es
descargar esa subjetividad cargada, y el papel se convierte en un
medio para alcanzar una salvación literal, no religiosa o metafísica
solo: lo que salva de la enfermedad, de la locura, de la
desintegración personal. La subjetividad se produce en el interior
de la escritura y del pensamiento. Solo el autor que sabe conformar,
por una parte su propia identidad como sujeto independiente, y por
otra, la relación entre su inteligencia y la afectación de ésta
por la cosa, puede convertir su expresión en cristalización de una
relación real, no afectada, impersonal.
La
subjetividad cargada es la subjetividad no formada,
la subjetividad drogadicta y dependiente. Esta solo existe en la
medida en que es producida como efecto de una expresión, con lo cual
la expresión misma no viene determinada por el acto de voluntad de
una conciencia independiente, sino que esta misma conciencia se forja
en y mediante la expresión, sin la cual no existe, contaminando con
ello el contenido de la expresión. La subjetividad drogadicta hace
las veces de un intruso, el responsable de un incesto por el cual
quiere introducirse en el seno mismo de la realidad, en lugar de
permanecer enfrente de ella, contemplándola desde el exterior. Pero
este incesto conlleva un gran peligro, pues ahora la subjetividad
drogadicta no puede escapar a esta com-posición unitaria que forma,
aún en su complejidad, con lo real; por otra parte, no puede
retornar a ningún estado anterior a esta relación, porque solo en
el interior de ella tiene vida. El escritor que obedece a esta
fórmula está condenado a disolverse en la oscura pasión del
silencio -y sus consecuencias desastrosas- si rompe esta relación
que ha establecido con la íntima esencia de lo real, o a
trascenderla de modo tal que pueda resumir en sí mismo aquella
percepción complejísima a la que se ha arrojado para llegar a ser.
Esto
era posible en otro tiempo, y así podemos decir con Hegel que
Napoleón fue realmente el Espíritu a caballo, o que Goethe compiló
en su persona toda una época y una cultura. Si lo que se derivaba de
esta carnalidad de lo espiritual en lo individual tenía también sus
efectos catastróficos- como en Hölderlin- lo cierto es que el
sacrificio merecía la pena, en el buen sentido en que el genio
individual no solo captaba el espíritu de su época, sino que se
fundía en él y le otorgaba materialidad, y de hecho era en
él que realizaba su esencia y existencia. Nuestro tiempo es
distinto. El sacrificio no se consuma en torno a un fin; el sujeto no
puede redimirse. La fractalidad ontológica de nuestra realidad
contemporánea exige que la subjetividad drogadicta y suicida capaz
de producir un pacto según el cual ésta pueda forjarse en el seno
de lo real mismo, sea a su vez sacrificada y muerta sin propósito.
El pacto, a diferencia de lo que ocurría entre Mefistófeles y
Fausto, no solo no promete la purificación y la realización plena
de la subjetividad, sino que la niega por principio e incluso la
amenaza con la destrucción total. Dicho de otro modo, quien hoy
se atreva a querer comprender está condenado a no comprender nada,
perdiéndose a sí mismo cuanto más volcado de forma íntima en la
labor de conocer se encuentre, y al contrario: quien no quiera
comprender, comprenderá, puesto que su voluntad se conformará con
poco.
En
relación con la escritura, el entendimiento de la expresión escrita
como modo de autoconocimiento, se desvanece en cuanto este ideal deja
ver su debilidad intrínseca. La expresión escrita desde la mera
posición de la subjetividad drogadicta, no informa del carácter de
uno mismo ni del exterior, cuanto más bien se vuelve sobre la
subjetividad para formar parte de ella misma. La subjetividad
drogadicta no puede pretender nunca el conocimiento de sí misma,
pues ni tan siquiera existe antes de producirse el acto físico de
ser vertida como escritura sobre el papel.
La
subjetividad drogadicta, creadora también de una escritura propia,
una escritura drogadicta, se plantea en todo caso como expresión de
un pacto metafísico en el que pervive la creencia en el mito
de la salvación -y en este caso, de la salvación a través de la
producción del yo mismo- a través de la escritura. Es gracias a
este pacto mítico, más o menos consciente, entre el yo y la
escritura, o entre el yo y el pensamiento- pues también existen
filósofos drogadictos- que el escritor o el filósofo pueden
desprenderse de todo hábito identitario artificial, como la patria-
Gombrowicz, Cioran- la familia -Kafka- o los valores filosóficos y
morales- Nietzsche-. Estos sacrificios identitarios pueden realizarse
a cambio de una percepción real más profunda, con la que usualmente
el drogadicto espiritual no va a negociar en términos de mercancía
o de utilidad mundanas, sino con las que va a realizarse
místicamente, confirmando la tesis de que la subjetividad
drogadicta no existe más allá de sus propios pensamientos, de su
escritura, de la tensión esencial que ha decidido, en un momento
teórico del tiempo, mantener con la realidad en su problematicidad
esencial.
La
subjetividad cargada no es, pues, una antítesis de la subjetividad
no realizada sino mediante la expresión escrita o el pensamiento-
que establecen una relación indisoluble entre el sujeto y lo real-.
Pues esta subjetividad está ciertamente cargada en lo que al
contenido semántico de la expresión se refiere; el peso específico
de la subjetividad volcada -y producida- en la expresión, determinan
que el artefacto final, la expresión en su forma conseguida, quede
manchada por la voluntad subjetiva. Por otra parte, es una
subjetividad no realizada, en cuanto a la relación consigo misma se
refiere, y dependiente, en cuanto no puede sobrevivir a sí misma sin
el concurso de ese pacto a través del cual ha creído que la
realidad le ofrecía la oportunidad de existir.
El
silencio querido es, como dice Susan Sontag, un medio poderoso para
revitalizar el espíritu -o “la espiritualidad”, por usar el
término de Sontag-. En todo caso, una forma alternativa para dar
cauce a las fuerzas artísticas y expresivas. Pero el silencio
querido es otra forma de la astucia del trabajo- recordando a Hegel-
de la razón, de la palabra, muy distinto al silencio no deseado, al
silencio al que en ocasiones está sometida la subjetividad
drogadicta. Este silencio no querido no agota la necesidad de la
expresión. El silencio querido conduce a la revitalización del
espíritu; el silencio no querido soporta la cárcel de la palabra
obligada a callar: conduce al extravío, a la enfermedad, a la
muerte. Nuestro tiempo es el tiempo del silencio no querido. La
realidad no ha cumplido el pacto y la luz se aleja de los hombres y
mujeres que la buscan. Hoy es el tiempo de la realidad ausente, que
es lo mismo que decir el tiempo de la realidad incomprensible.
La
subjetividad drogadicta lo es de una única droga: la realidad. La
subjetividad drogadicta no ha querido fraguarse al margen de su
problematicidad esencial, al margen de la pregunta. La subjetividad
drogadicta es una subjetividad suicida, que no mira lo real a través
de una lente, sino que atraviesa la lente para formar una unidad
mística con lo real, es una subjetividad atravesada por el filo de
la pregunta y por el amor a la pregunta. Su pacto con lo real le
lleva a existir solo a partir de la firma del documento: la
subjetividad drogadicta ha renunciado a sí misma para alcanzarse a
sí misma, ha renunciado a la vida para mirar lo real hasta quemarse
los ojos, y lo hace por agradecimiento a esa realidad que a cambio le
ha hecho ingresar en su seno, dotándola de identidad.
El
agradecimiento que implica este sacrificio sin propósito de la
subjetividad a esta relación privilegiada en la que ha decidido
co-existir con la problematicidad esencial de lo real, es la mejor
prueba de su amor por lo real. Un amor que, en último término,
condiciona la posibilidad de salvar lo real mismo del amante
devorador que pone su amor por encima de todas las cosas. La
subjetividad drogadicta amenaza la consistencia de lo real, inmersa
como está en producirse y construirse a sí misma en esa relación.
Pero este amor y esta necesidad pueden fijar una manera distinta de
relacionarse con lo real, precisamente poniendo como objeto la
salvación de lo real como condición de salvación de la
subjetividad misma.En esta solución in extremis de lo real podría
radicar el fin del arte y del pensamiento para la subjetividad
drogadicta, pues el amor no debe nunca oscurecer el derecho de lo
real por obtener su justicia propia, también a través de la
expresión y la escritura.
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