Cuando Nietzsche se
propuso demoler los fundamentos de la civilización occidental, no
debió encontrar un mejor arma literaria en su momento que el
aforismo. El aforismo se convierte, con Nietzsche, en un potente
martillo que le viene al pelo para su misión destructiva; no se
podría filosofar “a martillazos” sin esta flecha hiriente, que
en manos del prometedor pastor alemán devenido luego apátrida
universal, es una flecha no exenta del poder de la pólvora y la ira
del cóctel molotov: “El que hoy más se ríe, será también el
que más se ría al final”. Aunque al final Nietzsche no se rió
demasiado, a juzgar por el deterioro de su mente a partir de 1890,
supo hacernos reflexionar sobre el poder de la frase contundente, del
axioma que cala en el cerebro y guarda un contenido inmenso bajo la
apariencia ascética de las palabras breves. En el éxito del
aforismo se conjugan muchas circunstancias, como por ejemplo la
capacidad de sintetizar en breve una enseñanza, pero también otras
menos aparentes como por ejemplo la audacia que representa hablar en
términos tajantes. Términos que no pueden prescindir de la
utilización peligrosa de un verbo todopoderoso: el verbo ser.
No por casualidad este
verbo sedujo a Heidegger. Cuando se utiliza el “ser”, la
impresión primera es la de acceder a un contacto directo, especial y
privilegiado con la cosa-en-sí. La cosa “es”, esto “es”: la
embriaguez del verbo nos lleva de inmediato a aquel lugar en el que
Heidegger creyó que los griegos habían visto el mundo desnudo, el
mundo en su realidad inmediata, no modificada por la falsa percepción
de la razón objetivante. En realidad, la falsa percepción es muy
otra: la de creer que al pronunciar la palabra mágica- verdadera
piedra filosofal de la lingüística- el ente se aparece en su mayor
profundidad; o bien, la de que aquel que pronuncia el hechizo, está
de inmediato en contacto con Lo Real. Esta es la razón, pienso, por
la que poetas como Georg Trakl o Rilke llegan a fascinar a Heidegger:
Trakl utiliza continuamente descripciones en forma de aseveraciones
afirmativas contundentes; Rilke afirma tajantemente que lo bello no
es nada más que el comienzo de lo terrible. El paso de la lírica a
la ontología es muy fino; tan fino como simplemente tener el coraje
de pronunciar la palabra mágica. Este tipo de hechizo, que convierte
al lírico en el ontólogo, es el que ha permitido también, a través
de las corrientes de pensamiento filosófico francés, convertir a un
mero crítico de la cultura como Nietzsche en un inusual pensador
metafísico. El hechizo no solo nos transporta de inmediato ante la
cosa en sí; también nos convierte a nosotros mismos en los
chamanes, los iluminados y privilegiados que por este mismo hecho
pueden recolectar mareas de súbditos y adoradores.
Pero nos alejamos de
nuestro tema. En efecto, parte del hechizo del aforismo obedece a
esta audacia del escritor, merecedora por sí misma de sorna o de
adoración. Lo segundo es más usual. La utilización del verbo Ser,
por otra parte, nos conduce a las cimas de la sabiduría. Sin
embargo, la mayor parte de los escritores de aforismos tampoco han
sido considerados como dioses; ellos más bien partían de la pequeña
observación, de la circunstancia única, de su sumisión a la
teología del instante. Escritores como Lichtenberg o Canetti no
podrían nunca usurpar los dominios de la Metafísica. Pero ello era
más bien porque nunca utilizaron sus armas con objetivos filosóficos
sistemáticos. Preferían lo divergente, el conocimiento “lateral”,
como dice Canetti. No venían de la academia, no pretendían hablar
sobre cosas definitivas. Sin embargo, en cierto modo la utilización
elegida de su forma de expresión les llevaba, sin saberlo, a
posiciones de enunciación expresa inevitable. El propio género
lleva la asunción de cierta solemnidad, ante la que anunciar
conscientemente la humildad solo puede derivar de una actitud ingenua
o cínica.
Y es que es aquí donde
llegamos al centro del problema, a saber: que toda utilización
apriorística de un género cualquiera supone de hecho una posición
epistémica hipotética ante el objeto de la realidad. En otras
palabras, de la utilización concreta de un género literario, se
puede deducir una forma de comprender el conocimiento, de situarse
ante el objeto de conocimiento, y del papel que tiene el objeto en
relación con el sujeto que trata de aprehenderlo. Teniendo en cuenta
esta primera afirmación, podemos diferenciar el aforismo y el
fragmento, como dos posiciones divergentes ante la cuestión
del conocimiento.
Es sabido que Nietzsche,
uno de los grandes del género, practicó ambos. También
Wittgenstein. El autor austríaco utiliza primero el aforismo- en el
Tractatus- y luego el fragmento, a partir de las
Investigaciones Filosóficas-. No es casualidad. El primer
Wittgenstein es un joven audaz, arrojado, que cree poder partir en
dos la realidad- por su parte, Nietzsche dijo algo similar de forma
expresa- establecer la última palabra, la palabra definitiva, sobre
lo que puede ser dicho y lo que no puede ser dicho. El aforismo viene
aquí al pelo: el axioma, la norma, como las tablas de la ley
mosaicas, son breves, concisas, establecen la claridad del horizonte
teórico, dividen, erigen campos de concentración semánticos y
ordenan lo real. El que busca la claridad no puede sustraerse a esta
tentación; quien teme la locura- como el propio Wittgenstein- exige
de continuo una verdad clara, precisa, en suma, una verdad analítica.
El lenguaje de la lógica y de las matemáticas confluyen en
aserciones lingüísticas desarmables y siempre a la mano de una
buena herramienta lógica. El mayor escudo contra la locura y la
neurosis es la claridad evidente de la lógica.
El caso de Wittgenstein
es especialmente útil para nuestro tema. Porque el llamado “segundo”
Wittgenstein, como se sabe, está ya algo lejos de la audacia de su
primer libro. Su alejamiento temporal de la filosofía, su amistad
con Pierro Sraffa, y su acercamiento por otra parte al trabajo
manual, quizás le dieron una versión no tan totalitaria de la
realidad del mundo, una versión tanto más pragmática cuanto más
relativista, que se refleja muy bien sobre todo en su último
manuscrito, Sobre la certeza. Aquí ya no hay ni rastro de
aforismos, excepto quizás uno que en forma aforística guarda como
la cáscara de una nuez su contradicción fundamental: Am Grunde
des begründeten Glaubens liegt der unbegründete Glaube: En
el fundamento de la creencia bien fundamentada, se encuentra la
creencia sin fundamentos. Si examinamos la forma literaria utilizada
a lo largo de este ensayo y sobre todo a partir de las
Investigaciones, nos
encontramos el fragmento herido, sin definición última, el pedazo
desgarrado de pensamiento que no tiene miedo a los puntos
suspensivos, a la indefinición, al relativismo...la presentación
del fragmento es la de la humildad; la del aforismo, la de la
radicalidad que informa el orgullo.
Desde
luego no se trata solo de una actitud intelectual o espiritual, sino
sobre todo, de una actitud ante el conocimiento: el aforismo o el
axioma defienden la inmediatez del objeto del conocimiento ante la
conciencia- aunque su naturaleza sea oscura, como en Heráclito-; la
del fragmento establece una dificultad apriorística en la capacidad
del sujeto por aprehender el objeto. La diferencia, nuevamente,
estriba en el verbo ser. Desde el punto de vista del conocimiento,
podríamos concluir, aunque sea solo a modo de concesión temporal,
que el aforismo trata con la realidad de forma directa, conformando
su idea previa de que existe un contacto directo entre el objeto de
conocimiento y el sujeto que lo aprehende; mientras que el fragmento,
indirecto, incompleto y dubitativo, oscila con respecto de la
posición del sujeto ante su objeto. El caso de Wittgenstein podría
servir como ejemplo, dado que su escritura se transforma en la medida
en que sus creencias con respecto del objeto del conocimiento se
modifican. Y, por cierto, en la misma dirección.
Sea
como sea, es verdad también que la elección de un género es una
cuestión de preferencias- sobre todo, cuando se trata de
escritores-. Lo que hemos dicho de Wittgenstein o de Nietzsche quizás
no sea tan exacto como con Canetti o Lichtenberg. Estos últimos
destacaban la estética sobre el conocimiento; su objeto no era tanto
establecer la veracidad de ese tinglado epistemológico que
representa el filósofo con respecto de la realidad, como la creación
misma de realidad, la belleza de la palabra o del acontecimiento
único. En todo ello no había tanta seriedad filosófica como juego-
y esto, desde luego, sin desmerecer la relevante categoría de
juego-.
En
suma, nuestras investigaciones nos indican que esta distinción entre
aforismo y fragmento es, en último término, válida para la
escritura filosófica, y no tanto para aquella escritura cuya misión
última no es establecer las relaciones entre juicio y realidad.
Aunque debemos decir que esta aserción oculta una íntima
ingenuidad. Quizás aquella que aún considera que el objeto de la
filosofía es más “real” acaso que el objeto estético de la
literatura. Creer esto es en el fondo una ingenuidad, por las mismas
razones- me parece- por las que el verbo “Ser” ha seducido a
poetas y a filósofos, trasladándolos a Olimpos imaginarios donde la
Verdad comparece, en su absoluta desnudez, ante el individuo frágil
y evanescente.
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