El
conatus de Spinoza. Frente a él, los discursos sobre el apocalipsis y las celebraciones orgiásticas de lo daemónico son
meros velos, apariencias ilegítimas. Después del instante de
catarsis, después de la furia de lo que destruye todo, el cuerpo
permanece sobre la tierra, aunque se trate de una tierra baldía o un
desierto. Los sobrevivientes, quizá apariencias o sombras, habitan
sin embargo como dioses caídos estos planetas sin redención, estos
paisajes inhumanos. Todo apocalipsis, como cumbre que es, tiene su
posterior descenso, su suavización a manos del tiempo del que
ninguna barbarie que se precie escapa. Auschwitz o el final de los
relatos no modifican esta circunstancia; quien muere es el sujeto
heroico de la metafísica, pero no el trabajador que no obstante ha
de continuar con su vida mutilada; quien muere es el ideal humano, no
la carne humana sufriente cuyo conatus le obliga a buscar
hábitat incluso en las montañas más inalcanzables. Como en el
relato del Infierno dantesco, estas sombras de aquí abajo perseveran
en su propia subsistencia; en ella se incluyen gestas, sufrimientos y
goces tan variados como en la forma más alta de vida que presupone
el discurso filosófico. Incluso cuando la transformación del
trabajo ha liquidado de alguna manera el sentido mismo del trabajo o
su necesidad implícita, se ha de seguir alimentando el buche y
produciendo hijos, casas, fábricas o conferencias. Esta obstinación
que vence al más negro Cioran y al más blasfemo Caraco, disuelve de
facto la aparente necesidad de toda trascendencia que rote en torno
al alma humana; a esta le basta la obtención de su pan diario, el
beso del familiar o la amada, el retorno del hijo a su vuelta de la
escuela. Ha muerto el hombre, pero los hombres, las mujeres, los
animales- a pesar de ello- hemos de seguir viviendo.
miércoles, 19 de agosto de 2015
domingo, 16 de agosto de 2015
Infierno y luz. Alexievich y sus 'Voces de Chernóbil'.
Solo
el pueblo ruso podía convertir un acontecimiento contingente, como
el desastre de la central nuclear de Chernóbil, en occasio
para filosofar, enlazando la aceptación del destino trágico de lo
ruso y la reflexión metafísica sobre la vida y la muerte. Así nos
lo cuenta ese tétrico, luminoso al tiempo testimonio de Svetlana
Alexievich en sus Voces de Chernóbil. Allí el campesino se
revela como filósofo puro, el materialista ateo como místico
repentino. 'Somos metafísicos. No vivimos en la tierra sino en
nuestras quimeras', confiesa un fotógrafo al meditar sobre la
naturaleza bielorrusa.
Como si esos rusos trágicos hubieran leído a
Ceronetti cuando describe el sueño filosófico de su imaginación,
'affacciato a una piccola finestra que da direttamente sul Big
Bang', (aquí el italiano imagina a Heidegger pensando desde su
Hütte en Schwarzbald), también un testigo del
acontecimiento cósmico de Chernóbil observa, a través del techo
destruido del reactor número 4, la noche estrellada, 'una ventana al
infinito', dice alguna de estas voces, tal como Kant de pronto
descubre la potencia del nóumeno a través de su ventana en
Königsberg. Lo que se produce en Chernóbil es un acontecimiento que
lo cambia todo, casi como la llegada de Jesucristo a la tierra supone
para la civilización cristiana un punto cero en el tiempo de la
humanidad. La sólida creencia en el poder de la ciencia y de la
inteligencia sobre la materia se derrumba en pedazos y a través de
ellos aparece lo sublime, lo que desafía nuestras raíces y nuestros
fundamentos.
'Chernóbil es un tema de Dostoievski', dice el
historiador Alexandr Revalski, otro testigo en vivo del
acontecimiento. Bajo la de nuevo sólida, imperturbable máscara de
la ideología, surge Lo Real en su crudeza, que convierte a los
campesinos en filósofos, a los animales en locos peligrosos, a las
setas en extraños bulbos y al bosque rociado por uranio en un
paisaje de Júpiter. La mutación se transforma también en señal de
lo divino, que no se deja suscribir bajo el único adjetivo de lo
bueno y lo grande, sino que también come del abrevadero de lo
oscuro y lo demoníaco. El Diamat se queda pequeño, es
necesario recurrir en todo caso a la mitología clásica y repensar a
Prometeo y
sus poderes desatados. Para estos espectadores de lo imposible,
navegantes enfangados en la Estigia que lleva de la locura a la luz,
y de la luz a la locura, la cadena de implosiones que en el interior
del sistema soviético conducen, a través de la noche, a las puertas
de Prípiat, la incompetencia, la hybris o la visión obtusa
de la política y la ciencia soviéticas son en todo caso fenómenos
de acompañamiento. Lo grande surge en el cielo estrellado al que se
abre el reactor número 4 en la noche maldita, un día antes de la
celebración del 1 de Mayo, orgullo de los trabajadores del mundo y
símbolo de la emancipación racional.
Y es tan grande que pensarlo
solo en relación con lo mundano no es posible. Ni siquiera para el
materialista estricto. El trabajo de Alexievich se subtitula 'crónica
de un futuro'; Prípiat acaba de comenzar su historia; le quedan por
delante 25,000 años de convivencia con el cesio-137. Ante semejante
eternidad, toda nuestra pequeña historia humana no es más que una
mancha, una frase banal en medio de un papiro infinito y vacío. El
búho de Minerva es un niño eterno frente a Pandora, la anciana
inmortal.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)