En sus manos un ramo
de rosas ya casi
negras,
marchitas,
aunque todavía
brilla el sol
y quema los rostros
negros
a través de los
campos y las ensenadas,
a través de la
ebriedad primaveral
en la que se hunde
la vida campesina.
La pregunta es
inevitable.
Solo dura un segundo
la calma
que no hiere.
Lo demás es
transitar el duro,
cruel y mezquino
colmenar de piedras.
Al regresar a su
oscura morada,
una avispa se posa
sobre su brazo.
Un círculo morado
crece
en él con rapidez.
Antes de que pueda darse cuenta,
las rosas ya se han
desprendido
de su mano.
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