Cómo había sido
atravesado
ese rostro por el
trigo
-no lo sé, tampoco
sé de donde
salían aquellos
rostros de caoba
como tallados en
algún rincón
del África
profunda-
pero lo cierto es
que allí
la piedra y el sol
inmisericorde
habían hecho un
duro trabajo
y aquel joven
parecía un minero
anciano o un hombre
extraviado
durante años en el
desierto
ahora traía con él
no solo
el duro ardor de los
días
y el cansancio de
los párpados
sino también el
fruto
de un conocimiento
negro
y abrasado
que rodeaba unos
ojos azules
-lagos perdidos
y cubiertos por un
lenguaje
que ni tú ni yo
podríamos comprender
como chispas
espontáneas
sobre un arbusto
que solo tienen su
explicación
en el milagro.
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