Todo
cielo es frío
-no
es más cálida la constelación
veraniega
que
la que comienza en el invierno-
y
más frío aún
allí
donde ya solo nos tenemos
a
nosotros mismos,
como
la uva caída del carro
que
ha perdido a sus hermanas
al
salir de la vendimia
o
la flor que resiste a la ceniza
invernal.
Miras
la bóveda de hielo
y
no sabes si hace más frío allí
-en
torno al elegante Perseo
o
bajo las cadenas de Andrómeda-
que
en la calle mundana
del
poblado solitario
con
sus gentes oscuras:
ambos
participan
de
la misma gélida sustancia;
en
los ojos de la anciana
la
roca inerte
y
azul.
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