Son
dos muchachos en la hora del recreo; uno de ellos amenaza al otro, lo
hiere incluso. El más débil intenta huir, pero de nuevo su enemigo
lo caza y lo somete a su propia concepción de la violencia. Esta
escena se repite un día tras otro; a veces se trata de la
sustracción del bocadillo, otras veces del agravio, el insulto o el
abuso, casi siempre la humillación de la víctima inocente como
elemento constante. Entonces llega un día que queda grabado en la
memoria del hooligan: la víctima, desquiciada, lanza una amenaza que
truena en el cielo, como una profecía apocalíptica: 'un día cogeré
una escopeta y te mataré'. Al día siguiente se reactivan las
palizas, las humillaciones, la persecución sin fin. Pero la época
escolar se termina, se sucede la adolescencia, los devenires se
bifurcan en mil laberintos traviesos e imposibles y todo aquello
queda relegado al baúl de los recuerdos polvorientos. Muchos años
después, casi una eternidad, vemos almorzando al hooligan en una
pequeña terraza de un pueblo tranquilo. A su lado, sus dos hijas;
enfrente, su mujer
de cabellera rubia y senos prominentes. Es una tarde de verano
soleada y radiante. Pero no por mucho tiempo; un nubarrón se
interpone en la contemplación dominical regada por un poco de
cerveza y marisco. Suena el gatillo. El metal se posa sobre la nuca
como un hielo impasible. Luego vienen los gritos, la sangre, los
niños aterrorizados huyendo hacia el vacío. La profecía se ha
cumplido, han sonado las trompetas; el indomable devenir, una vez
preso de sus propios delirios, curvas, imperfecciones y caprichos,
retorna ahora con los rigores de la ley hacia su propio origen, hacia
su propio destino: por fin el círculo se cierra.
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