El
conatus de Spinoza. Frente a él, los discursos sobre el apocalipsis y las celebraciones orgiásticas de lo daemónico son
meros velos, apariencias ilegítimas. Después del instante de
catarsis, después de la furia de lo que destruye todo, el cuerpo
permanece sobre la tierra, aunque se trate de una tierra baldía o un
desierto. Los sobrevivientes, quizá apariencias o sombras, habitan
sin embargo como dioses caídos estos planetas sin redención, estos
paisajes inhumanos. Todo apocalipsis, como cumbre que es, tiene su
posterior descenso, su suavización a manos del tiempo del que
ninguna barbarie que se precie escapa. Auschwitz o el final de los
relatos no modifican esta circunstancia; quien muere es el sujeto
heroico de la metafísica, pero no el trabajador que no obstante ha
de continuar con su vida mutilada; quien muere es el ideal humano, no
la carne humana sufriente cuyo conatus le obliga a buscar
hábitat incluso en las montañas más inalcanzables. Como en el
relato del Infierno dantesco, estas sombras de aquí abajo perseveran
en su propia subsistencia; en ella se incluyen gestas, sufrimientos y
goces tan variados como en la forma más alta de vida que presupone
el discurso filosófico. Incluso cuando la transformación del
trabajo ha liquidado de alguna manera el sentido mismo del trabajo o
su necesidad implícita, se ha de seguir alimentando el buche y
produciendo hijos, casas, fábricas o conferencias. Esta obstinación
que vence al más negro Cioran y al más blasfemo Caraco, disuelve de
facto la aparente necesidad de toda trascendencia que rote en torno
al alma humana; a esta le basta la obtención de su pan diario, el
beso del familiar o la amada, el retorno del hijo a su vuelta de la
escuela. Ha muerto el hombre, pero los hombres, las mujeres, los
animales- a pesar de ello- hemos de seguir viviendo.
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